domingo, 29 de marzo de 2009

domingo, 8 de marzo de 2009

Un artículo de J.C.Rodríguez Ibarra me hace recordar

Hace ya unos días leí un artículo de Juan Carlos Rodríguez Ibarra, titulado “La crisis y la Universidad”, y algunas de las cosas que dice reavivaron en mí recuerdos ya lejanos. Por ejemplo, cuando el señor Ibarra imagina a un profesor del siglo XIX entrando hoy en un aula. Este profesor no tiene duda de que está en una clase, puesto que hay alumnos sentados en fila en sus pupitres, un encerado y tizas, un libro de texto sobre su mesa en la tarima. Ese profesor no se siente extraño en un primer momento, y sólo se sorprende cuando sus alumnos del siglo XXI le hacen determinadas preguntas.

Me veo a finales de los años 40, sentado en mi pupitre, en la escuela de aquel pueblecito francés de la costa mediterránea donde yo vivía entonces, mojando mi pluma en un tintero y esmerándome en caligrafiar algunas líneas, sacando la lengua y rezando para que ningún borrón viniese a estropear tan ardua tarea.

Al salir del aula, me pasaba algún día por la tienda del pueblo (recuerdo aún el nombre de la dueña) para cumplir con algún encargo de mi madre antes de regresar a casa. La dueña de la tienda apuntaba y luego sumaba el precio de los artículos de mi pedido en un trozo de papel de estraza…con uno de esos bolígrafos “BIC” que ya existían por aquel entonces. Mi maestro afirmaba que nunca se podría aprender a escribir con tales diabólicas herramientas y las prohibía en el espacio escolar. Él mismo sólo corregía nuestras tareas con pluma y tinta (roja, eso sí). Tuve que esperar al año 55 o 56 para que se me permitiese ¡por fin! usar el famoso bolígrafo en ciertas (no todas) tareas escolares.

Paréntesis: hace 6 o 7 años, a mi hijo adolescente no le autorizaban presentar sus trabajos escolares con ordenador. No sé ahora.

Vuelvo al pasado, algunos años más tarde, a mediados de los 60, ya jóven maestro en otro pueblo de la misma región francesa. Me veo intentando convencer al alcalde del pueblo (allí son los ayuntamientos quienes financian las necesidades de las escuelas públicas), intentando convencerle, digo, de que en lugar de comprar treinta y tantos libros de texto todos iguales, sería más útil para mi clase comprar un par de ejemplares de cada editorial, lo cual nos permitiría hacer un estudio crítico y comparativo del enfoque que cada autor da a un mismo tema, y con el dinero sobrante comprar una pequeña imprenta tipo “Gutenberg”, con sus letras móviles para componer textos que se escribirán de derecha a izquierda y controlando con un espejito, con su rodillo para impregnarlas de tinta, y con su prensa manual para al final ver aparecer, orgullosos, la obra en una hoja de papel. Era trabajoso, manchaba los dedos, había luego que limpiar todo con gasolina antes de poder volver a empezar, volver a colocar cada letra en su sitio, pero era un “trabajo” en el sentido noble de la palabra, tenía unas virtudes y un atractivo con los que no podía competir la típica tarea escolar y les gustaba mucho a los niños cuya ortografía mejoraba sin necesidad de tanto ejercio insípido y muchas veces estéril. Con dicha imprenta podíamos magnificar los trabajos escolares para que se pareciesen más a lo que se publicaba en el mundo “real”, en libros y periódicos, lo cual era una excelente motivación para animar a mis alumnos a practicar la expresión escrita. Nos carteábamos con otra clase de mismo nivel que estaba a 600 km de nosotros, para compartir creaciones, investigaciones, cosas de nuestras respectivas vidas, fotos, etc…y esos intercambios constituían otra poderosa motivación para las actividades del aula, más aún sabiendo que a final de curso nos podríamos conocer personalmente en un viaje que culminaría esta correspondencia. Claro que el interés decaía a veces a causa de la lentitud del correo. ¡Si hubiésemos conocido Internet! Todo eso nos llevaba a tener que debatir para decidir y planificar juntos nuestras actividades, ya no era el maestro sólo quién decidía e imponía las tareas.

El señor alcalde, un acomodado viticultor del lugar, se dejó convencer, probablemente más por mi entusiasmo juvenil que por mis argumentos pedagógicos. Más me costó convencer a ciertos padres de alumnos, siempre intranquilos, ¿ el “nivel” no sufriría con semejantes métodos?, y no hablemos de la cara que me ponían mis compañeros de gremio, intranquilos ellos de que mis innovaciones pedagógicos pudieran sacarles de su confort y tradición . Me animaban los ojos llenos de vida e ilusión de mis alumnos y me convencían de que andaba por el buen camino.

¿Que conclusiones saco de este par de recuerdos personales?

Por una parte, como bien dice el señor Rodríguez Ibarra, que la escuela no puede ser una isla al margen de la vida real, siempre con años de retraso con respeto a lo que la rodea. Tiene que ser de su tiempo, trabajar con las herramientas de su época porque tiene que instruir y educar a niños del presente para meterlos en el futuro.

Y por otra parte, que he constatado con tristeza, en todos esos años de profesión, que el gremio de la enseñanza, en su gran mayoría (con magníficas excepciones), incluso cuando vota a la izquierda, es uno de los cuerpos más conservadores de la sociedad. Y el oficio de docente pide estar a la vanguardia.

Claro que la administración es la responsable de la elección y la formación de su personal, así como de proporcionar los medios necesarios a tan importante tarea.

La escuela necesita muchos más medios, que duda cabe, pero ¿es eso excusa suficiente para el inmovilismo?